Estoy cocinando lentejas. Empiezo a cortar puerros, calabacines. Los rehogo. Espero a que pierdan la vergüenza, expresión que hoy me parece algo cursi, incluso antigua. Expresión que leí o escuché en algún momento de mi vida a alguien, quién sabe dónde, para describir el momento exacto en el que la cebolla estaba lista en un sofrito para dejarse seducir por el resto de ingredientes. Expresión que siempre que frío gajos de la llorona me viene a la cabeza.
Las palabras y la cabeza.
Pelo zanahorias, corto el brécol y la coliflor. Los añado a la olla que se va tiñendo de colores vegetales. Aspiro el aroma. Estoy cocinando.
Esta mañana te has despedido más tierno de lo normal. Me has susurrado al oído. Te has ido dejando un fascículo entero de amor por entregas, para compartirlo más tarde. En el aire frío de la mañana flota una urgencia pospuesta…mi catarro nos tiene en toque de queda, en cuarentena forzada.
Añado unos ajos. Enteros, tienen que ser enteros. Me encantan los ajos enteros en las lentejas. Mi madre los pone así. Me gusta que me toque uno en el reparto comensal. Descubrir maravillada cómo el sabor del ajo es tan diferente en cada uno de sus estados: frito es más picante y agresivo; cocido, más dulce y suavizado, casi despojado de su carácter rebelde. Siempre me saben a poco los ajos enteros en las lentejas, así que hoy voy a poner muchos.
Estoy cocinando y entonces empiezo a hilar ideas. Las palabras empiezan a bailar en mi cabeza, como en una receta. Siempre que tengo ganas de escribir me pasa eso. Ellas empiezan su danza y trato de acostumbrarlas al ritmo de lo cotidiano.
Tranquilas, ya luego vamos, les digo.
Pero no paran, las palabras danzan frenéticas, se resisten a ser sometidas. Reclaman su chorro de protagonismo en mi atareada cabeza. Quieren mostrarse visibles, campear en una hoja en blanco, en un archivo de una plantilla del pages de mi Mac, seleccionado, para servir al capricho de estas tipografías. Así que para distraerme, o distraerlas, añado las lentejas. Las he puesto en remojo esta mañana. Ya sé que hay que hacerlo la noche antes, papá, pero ayer, con la febrícula de la tarde se me olvidó. ¿Será suficiente tiempo? ¿Quedarán duras? ¿Por qué hay que poner las lentejas en remojo? Supongo que para que se ablanden, ¿no? Claro. Luego vemos e internet, pero es por eso seguro. Si, ya sé que hoy todo el mundo usa lentejas de bote ya cocidas y garbanzos cocidos… Pero a mi me gustan más las crudas. Y ponerlas en remojo. Como hace mi padre. Ello me ayuda a recordar la casa de mi abuela y a mi tía separando piedras de las lentejas. Eso se hacía antes, cuando yo era muy pequeña y las lentejas en botes no se estilaban, o no existían, cualquiera recuerda… las lentejas de antes, las de los paquetes, traían piedras diminutas y grises, piedras de verdad, de las del campo, chinitas, vamos, y que si no retirabas antes de cocinarlas luego podían romperte una muela como poco.
Ya están, grises y redondas, las pardinas que son las mejores. Que si mamá, vale, las pardinas. Todas derramadas sobre el arco-iris vegetal, poniendo la nota gris al asunto. Cómo en la vida, el lado colorido y el grado oscuro de las cosas, todo mezclado en un burbujeo de una hora de reloj. Una gama cromática en la olla de un viernes cualquiera, en la mañana de un catarro de invierno. Pero las palabras siguen gritando, pujando por salir a la realidad de ahí fuera. Quieren llegar, quiero que lleguen, a tus ojos y que la leas y entonces cobren por fin sentido. Porque solas en mi cabeza se aburren y no encuentran su destino, ni la lógica de su existencia. ¿Palabras para ser calladas? ¡qué tontería! me dicen. Y entonces les respondo: vale, voy, ya está bien de tanta pereza. Pero lo haremos juntas, las lentejas y yo. Esta receta la vamos a cocinar en la mesa de la cocina. Así que cojo el portátil, celebrando la movilidad de la tecnología del siglo XXI, y me siento de espaldas a ellas, a las pardinas, a la olla y a las mondas lirondas de verduras sacrificadas por mi cuchillo de cocinero profesional. ¡Adelante! les digo, ¡acepto el desafío de plasmar tanta jarana verborréica!
¿Dónde aprendiste a cocinar? La pregunta me la has hecho hace poco, en nuestra cotidianeidad. Una pregunta simple, de dos que están empezando algo. De dos que aún tienen muchas cosas que contarse y descubrirse. Y por algún motivo ahora la pregunta está flotando entre todas la demás verbas energúmenas, que siguen pujando por su sitio en este documento. ¿Dónde? respondo yo, sorprendida por tu interés sincero, por tu pregunta sencilla, por tu pregunta descolgada de la casualidad de una conversación superflúa. Porque tú no haces preguntas de ascensor, para llenar los silencios al preparar la cena. No; tú me preguntas de verdad, con todos tus sentidos alerta esperando mi respuesta. Quieres conocerme más. Así que respondo de puntillas, como evadiendo la intimidad que reclamas: que no sé… que supongo que en la cocina, viendo a mi madre, y a mi padre, los dos grandes cocineros. A mi abuela, la de las empanadas de xoubas los domingos, empanadas que mi hermano y yo odíabamos, pero que ella se empeñaba en cocinarnos porque pensaba que era nuestra preferida. A mi otra abuela, la de Madrid, que hacía Huesitos de Santo, mis preferidos, cuyo nombre siempre me resultaba algo extraño desde mi educación atea… Y también en la facultad, en aquellos años de pollo a la cerveza y lentejas de comedor universitario. Las primeras incursiones en la independencia de una adolescencia todavía pegada como legaña a mi adultez reivindicada. Años de quemar ajos y de vomitar el pollo, porque la resaca de la noche salmantina es de las peores y los intentos culinarios mejor dejarlos para el lunes o el martes, cuando no nos duela tanto la cabeza, que añoche fue demasiado…
Luego en mi primera experiencia de verdadera independencia, ya viviendo sola en un apartamento maldito que haría cambiar el rumbo de mi vida para siempre, cuando todavía creía que mi camino sería otro y estaba con las oposiciones, y compraba en el Día para llegar a fin de mes. Ya sabes esa historia…
Más tarde con la llegada del primer trabajo, el primer sueldo, los años de la primera experiencia en pareja, el primer intento de cocinar en serio. De aquella, recuerdo los cocidos, los spaguettis, las croquetas… Luego de nuevo la cocina en soledad, para mi o para algunos amigos los fines de semana. Churrascos, fondues…¡qué feliz era sintiéndome cocinera graduada!
Enseguida llegaría el nuevo giro a la izquierda y cambio de rumbo de nuevo. Así soy yo, a veces se me cruza el camino y me desvío, o me encuentro, yo que sé…
…y el segundo experimento acompañada. En estos años, el pollo con zanahorias, las butifarras, las fabes, las fideuás, la cocina Mediterránea compitiendo con la Gallega. Finalmente se impuso la Gallega, claro. En estos años me aventuraba con la repostería, las tartas para algún amigo catalán que venía a vernos y a hacer fotos de mi casa, la rústica, la gallega. De estos días recuerdo que a quién me acompañaba le ponía nervioso que tardase tanto en hacer las lentejas. Y a mi me sorprendía su falta de respeto a tantos años de recetas y recetas de lentejas cocinadas despacio… Despacio están mas ricas decía yo de pasada, para evitar enfrentarme a las diferencias que ya de aquella marcaban nuestros opuestos estilos de vivir la vida. Unas lentejas cocinadas a toda prisa, que ya eran vaticinio de una ruptura inevitable; una ruptura que llegaría como una olla spress al quitarle el tapón… eso dijo precisamente un amigo al que le pedimos consejo en nuestro divorcio. Aquel día yo lloraba mares de angustia. En cambio, qué gracia me hace ahora…
…ahora. Aquí y ahora, en una gestalt gastronómica. Ahora la olla de esta mi cocina, la del aquí y el ahora, está empezando a resoplar. Pide atención, como un bebé hambriento con lloriqueo in cresccendo. Primero empieza despacito, apenas un siseo de culebra. Poco a poco insiste en su sonido y lo eleva en sus decibelios. Trato de ignorarlo, porque estas verbas hoy están revueltas y necesitan su espacio en esta receta. Así que “tipeo” (¿esta expresión existe en castellano? luego lo miro en la red..) enajenada: venga, dejadme solo un par de renglones más… tecleo sorda al reclamo de la olla. Pero no puedo evadir a las pardinas que chillan, ahora sí deseperadas. El pitorro gira ya con fuerza, es una noria sin control que amenaza con saltar por los aires y estallar la tapa de mi olla de los años 60; si la que heredé de mamá cuando me fui a vivir con mi primer novio, y a la que papá el verano pasado le cambió la manivela. Para eso mi padre es estupendo; hace por mi cosas que yo siempre voy posponiendo en el ajetreo del stress diario. Menudo lío si se estalla una olla, ¿no? Todo el mundo conoce a la vecina de alguien a cuya madre le estalló la olla en la cara y tuvo quemaduras de tercer grado. Caramba con las ollas, pienso yo en estos casos de leyendas urbanas…¡hay que tener cuidado con ellas, que las carga el diablo! Así que me rindo, libero al pitorro, pitoche o como quiera que se le llame (¿cómo le llamas tu?) y escucho el vapor desparramarse por las paredes de mi cocina, la de ahora, la de paredes blanco roto porque me gusta el estilo provenzal en la decoración. Menudo alivio debe ser esparcirse así después de tanta presión, pienso ahora. Escaparse por un agujerito, aunque sea pequeño, cuando has estado a punto de ser atrapado para siempre en un horno crematorio de pardinas asesinas. Ay, quién fuera humo, seguro que escribiría algún poeta…para poder colarme por las rendijas de tu cocina y espiarte en tus secretos culinarios…
Por fin las he abierto y allí estaban. Parecen más grandes, hinchadas. Ya no son grisaceas, ahora son parduzcas, y me están pididendo más agua. Estupendo, un rato más para concederles a nuestras palabras, las que te escribo ahora para que me conozcas un poco más. Los ajos flotan entre tanta verdura y lenteja como si fuesen salvavidas en un naufragio vegetariano. Los ajos espantan a los vampiros, ¿sabías? si, a los vampiros de esos que te chupan la sangre, que haberlos, hailos. Y me siento de nuevo en esta mesa de cocina, ahora pintada de blanco, pero que tiempo atrás fue mesa de estudio, cuando yo ni siquiera tenía ordenador de torre en esta casa familiar. Me gusta comer en la cocina, y tomar la merienda con amigos en la cocina. Siempre me han gustado las cocinas. Creo que estar en ellas, cocinando, charlando, compartiendo los secretos de un amor de verano con mi madre o las noticas del tiempo con mi padre son recuerdos que siempre me acompañan. El otro día le dije a ella, a la Buba, que últimamente ya no recuerdo tantas cosas de cuando era niña. Me contestó que era normal; que con el paso de los años volvería a recordar de nuevo. Cómo mis abuelas, que ahora solo se nutren de los recuerdos de su vida; es el suero que las mantiene con vida en estos años de sprint final. Pero los recuerdos de la cocina, de los guisos de mi padre, de las cenas de Navidad, la cocina del restaurante que mi madre tuvo en los 90, la cocina de la abuela Isabel, que nunca la moderniza ni la arregla… esos, siguen intactos. Creo que la cocina es lo más parecido a un útero en la tierra. Allí es dónde se preparan las recetas mas sabrosas, se tejen las confianzas y los descalabros familiares, se afianzan las relaciones, se comparten las tardes de lluvia y se preparan los purés de, ahora sí, mi primer hijo. Yo en las cocinas me siento segura y protegida. Esta cocina es blanca (me gusta el blanco roto, pero esto ya lo sabías) y aquí desayuno cada día con él, el mejor de mis comensales, aquel por él que más me esmero en mis platos y mis bizcochos. Miramos por las ventanas y vemos en el jardín el árbol que su padre y yo plantamos cuando era un pequeño proyecto de vida en mi vientre, al que le pusimos su nombre y que crece al ritmo de sus años de colegio. A veces desayunamos contigo también. Y a veces te esperamos para la cena. Y curiosamente, tu y yo, siempre comemos o cenamos o desayunamos en la cocina. Y nos parece lo más normal, porque supongo que a los dos nos gusta hacerlo así y a ninguno le extraña. A ti te gusta cocinar conmigo y me lo has dicho. Lo has dicho otro día, de pasada, mientras hacíamos la cena, pero no lo has dicho de broma. Lo has dicho con esa profundidad tuya y me has dejado de nuevo sin palabras. Sin palabras por no querer confesarte un antiguo recuerdo secreto: una ocasión, en la que creí estar muy enamorada y en la que lo que más me apetecía era cocinar con aquel destinatario de mis propósitos amatorios, que rechazaba sin ningún tipo de reparo cualquier propuesta mía al respecto… Han tenido que pasar varios años para encontrar a alguien a quien lo cotidiano no le dé miedo. A quién compartir una receta en la cocina le cause tanto placer como mi. A quien le guste tanto la cocina y cocinar y hablar en la mesa como a mi; porque no hay una buena comida sin una buena charla que la riegue de verbas compartidas; eso me lo enseñó también mi madre.
Y llega el momento. Voy a ver cómo van esas parduscas (¿ por cierto, por que se llaman lentejas?… “lentellas” ,”lentillas”, “lentils, todos vocablos parecidos en otros idiomas…)
Las palabras han brotado en esta confesión tardía y ahora mi cabeza ya se ha liberado de ellas. Aquí tienes, cariño, pues, mi mejor respuesta: supongo que aprendí a cocinar, cocinando. Para finalizar y como no bebo vino, (eso ya lo sabes y tú tampoco lo bebes) la quiero aderezar con una propuesta: ¿quieres cocinar conmigo? Esta noche espero tu respuesta como postre, cuando te comas estas lentillas y con tu sonrisa de gourmet satisfecho me digas: ¡¡estas lentejas están buenísimas!! Y lo dirás con la vehemencia con la que siempre dices las cosas: vehemente, si; pero de pasada, como quien no quiere la cosa…
P.D: La sabia internet da varias respuestas a lo del remojo de las pardinas. Supongo que la válida es la de que así se ablandan, se hidratan y necesitan menos tiempo de cocción. Así que podríamos concluir, para quedarnos tranquilos, que las lentejas necesitan algo de remojo para ablandarse. Quizás como ocurre con los corazones congelados; la forma de derretirlos es ponerlos en remojo hasta que el hielo se derrita y libere su latido paralizado… (pero eso tu ya lo sabías también, ¿verdad?)
Por cierto, me han quedado riquísimas.
Raquel Galavís