Una vez había una historia vibrando en el universo, una historia sin dueños apadrinada por al calor de las estrellas y el magnetismo de los planetas.
Había nacido hacía milenios, cuando el polvo de luz todavía susurraba al conocimiento historias sobre llamas gemelas.
Una época en la que la conciencia humana era tan sólo un minúsculo proyecto en la inmensidad de la vida.
Un momento en el infinito suspendido en el color del amor, en la magia de lo certero.
Aquella historia tenía un único deseo, ser vivida en la piel de algún ser de carne y hueso.
Así que un día arriesgó su comodidad en el trono de los siglos y se lanzó al vacío del sin tiempo. Viajó años luz de búsqueda entre cientos y miles de intentos, sin encontrar esa encarnación prometida.
Hasta que un momento cualquiera, un segundo como otro de los millones que alimentaban esa eternidad efímera, escuchó el eco de un resonar familiar: dos almas preparadas para el encuentro, vibraban en su frecuencia modulada.
Entonces comprendió que el momento había llegado. Se dispuso para el parto y concentró toda su felicidad en crear las palabras, los gestos, las sonrisas, los besos y los abrazos que le permitirían por fin ser vivida, sentida y contada por aquellos previstos para ello.
Tal vez, aquellos dos humanos pensaron al recibirla, que ellos dos eran los protagonistas de semejante acierto. Tal vez no se dieron cuanta de que la historia en sí misma, les había escogido, de entre todos los posibles, a ellos dos como herederos. Sin embargo, ella no les sacó de su engaño; al contrario, les dejo vivirla en todo su tiempo y creencia, les dejó recrearla como si fuese la primera vez en su vida que la estuviesen sintiendo…pues al fin y al cabo ¿qué más daba?… ella se sentía nacer en ellos con la complacencia de saberse, por fin, amada desde lo más cierto.
Llevaba tiempo vagando en el desconcierto, acumulando retazos de sonidos gemelos, que parecían guiarle en su deambular por la memoria de su esencia perdida. A veces reconocía en la sombra de una nota el calor de la melodía materna; en alguna otra ocasión, la mañana le bailaba con el canto del recuerdo. Él, vagabundo de las notas de caoba, transgénero de la palabra según el contexto, desdeñaba el metálico de las ciudades por la tiranía ruidosa que ensordecía su alma de abeto. Por eso había salido a correr entre los susurros verdes. En algún sueño había creído entender la serenidad del murmullo del bosque; y aquí era dónde ahora se reconocía engendrado; parido por la madre naturaleza en la templanza del ocaso tamizado. En este espacio-tiempo podía ser libre, suspirar su latido en nota sostenida; olfatear el aliento de las hojas atrincheradas bajo al rayo soleado, Artemisas guardianas en protección húmeda. Su destino era un recipiente vibrante, un alma perdida que sentía el eco de esa misma música arbórea; una alegre llamada que le atraía al centro neurálgico del bosque sinestésico. Por fin lo intuía cercano. La circunstancia estaba dispuesta para mostrarse exacta y el atardecer lumínico le mostró un atajo enramado, por el que se deslizó saltarín hasta encontrarse con el otro, su origen y destino al mismo tiempo, su alma y a la vez su cuerpo. Y entonces, con el convencimiento que da el saberse hallado por el propósito primigenio, se dejó mecer por las cuerdas del instrumento y saltó de tono en tono en una nana que adormeció aquel verde universo.
oír tu cantarina voz que me dice princesa mientras dudo si estoy aún soñando
respirar tu aliento de niño féliz al jugar en las manos de un títere improvisado
saber que el momento es el aquí y el ahora,
intentar quedarme en el gestalt, sin proyectar el futuro o cargar el pasado
inspirar y expirar el vaho de tu calor invernal
contar hasta diez con los ojos cerrados, solo para oir mi pecho palpitar
evitar las fronteras, los departamentos estanco entrenando a mi conciencia en su expansión para poder unir nuestros espíritus
tener la certeza de que vivir consciente de este amor que me surge a borbotones, sin condición, es lo más bello que experimentará mi alma en este sueño
aceptar mi propósito en este viaje junto a ti, aceptarlo y reconocerlo
soñar contigo, viajar, preguntar, reír, llorar, cansarme, enfadarnos , aprender y desaprender, jugar, saltar, emocionarnos y cocinar…
dejar los puntos y las mayúsculas aparte para mantener lo fluído del texto
vivir a tu lado, compartiendo el camino hasta que tengas que volar
verte crecer, madurar,sorpenderme con tu locuaz inteligencia
ser madre y ser tu madre
amarte, mi niño, amarte durante una fracción de segundo que contendrá la eternidad, pues el tiempo no existe sin convención programada
y despegar los ojos, abrir la ventana de esta mañana de invierno evaporada, respirar y volver a empezar un día más
un abrazo, venga, solo uno…
ella había leído que recomendaban de uno a tres al día, para mantener la buena salud, tanto la afectiva como la somática…
con lo que no contaba era con que ese abrazo provocara un tsunami en su interior mientras algo que creía muerto renacía de nuevo.
incrédula percibió entre los brazos de él como el hielo se derretía y un latido vertiginoso desmontaba todas sus coartadas,
esas que llevaba tiempo contándole a su pecho adormilado…
peligro! posibilidad de incendio! sus aurículas buscaban un refrigerio tratando de sofocar aquel encabalgamiento fuera de toda lógica. ella intentaba detener aquello mientras en sus entrañas, sorprendido de su propio desboque, su cardíaco boqueaba por beberse el aire, calmarse el mareo.
temerario ascenso, la respiración de él en su oido, el cabello de ella en el lecho, ojos cerrados, jadeo ahogado y por fin un grito extasiado de armisticio, el cielo exprimido en ese exhalar de dos cuerpos… para luego caer despacio en la calma de un ritmo sereno, saboreando pegados aquel instante de paz que pareció eterno.
quizás la resaca de lo verdadero les había tatuado su huella en el cuerpo. quizás sus órganos tenían memoria propia, incluso una inteligencia independiente del autoritario cerebro. por eso no escuchaban las razones que intentaban ponerse como freno. habían decidido hablar por si mismos y lo estaban haciendo. habían escogido reconocerse en el otro como espíritu gemelo y luchaban por ello. no importaba cuántas veces intentasen pararlos, cuántos consejos sensatos pidiesen para escapar de aquel meigallo. como los niños en su reafirmación adolescente..habían decidido seguir su propio camino y por eso, no habría nada que pudiera detenerlos…
-no es posible, no podemos…
realmente no podemos?
-podemos si queremos, podemos cualquier cosa. pero realmente queremos?
-queremos subir la verja y salir a gritarlo?
que te inviten a desconectar del ajetreo diario a una casa de cuento, no tiene precio
que te lleven a una expo como recibimiento sorpresa, no tiene desperdicio
que te acojan como una más de la familia y compartan contigo su vida diaria, sus charlas y requiebros, no tiene parangón
pero si además, te guían por los pasillos de la historia, te conducen a un bosque secreto y te proponen abrazar alcornoques milenarios para calmar el mal tiempo…si eso ocurre un día cualquiera, de forma tan generosa y expontanea…
entonces, eso siempre quedará en el recuerdo como un bello gesto de amistad
por eso, si es de recibo que lo agradezca dentro, muy dentro.
(*) este texto me ha llegado en forma de comentario a la web. lo firma atreyu. como me ha gustado tanto me ha ilusionado la idea de hacer una entrada con él. aquí estan sus palabras:
“una mujer dormida…
una mujer dormida y en la penumbra tiene un resplandor que deslumbra.
su rostro contiene el anonimato de la exquisitez
sus ojos paladean ese pensamiento de éxtasis
y su respiración le otorga un halo poético que da vida al conjunto.
una mujer dormida es un enigma en sí misma
un paisaje exótico para la vista
un vergel para el olfato
una tentación para las manos
y una vocación para los labios
una mujer dormida (o medio dormida)
entrelaza sus sueños con mis dedos
cuando en profundo delirio nos acariciamos la noche.
la roca le sintio pasar. sintio su roce fresco y enérgico como cada día a la misma hora. ella esperaba ansiosa el encuentro, el toque de su amado río. él era nervioso, travieso en su descenso. su ritmo frenético salpicaba de vida las orillas de su cauce, transportando miles de fragmentos orgánicos en su recorrido. imprecedible siempre, ahora viraba en un meandro, ahora se entretenía con un remolino de pirueta imposible.
ella era roca, inmovil, tranquila. le gustaba su morada, su tierra fresca donde asentaba todo su peso redondo. disfrutaba conociendo el paisaje y observando sus transformaciones con el paso de los tiempos. saboreaba el color de aquellas tierras verde esmeralda, plagadas de seres fabulosos. colibrís para las mañanas, luciérnagas para las noches, grillos en el verano y rocio helado en el invierno. todos aquellos elementos la colmaban de paz… pero a pesar de esta felicidad, había algo que ansiaba cada día, algo que la llenaba de inquietud hasta que ocurría. el beso de su amado río que a la misma hora de cada jornada pasaba, ahora raudo en invierno, ahora más coqueto en verano y le dejaba un beso fresco en su superficie dorada. a veces el beso sabía a nieve de la montaña, otras a musgo húmedo. en ocasiones incluso podía evocar el aleteo de una mariposa recogiendo una minúscula gota de sus aguas en sus alas de lienzo y trocando parte de su botin de polen regalado a este maestro del movimiento. ella esperaba, siempre esperaba. el beso de este lecho de agua le recordaba que estaba viva, le hacía sentir con alas, le daba un ansia renovada de mutar su cualidad estática.
pero él pasaba, pasaba fugaz …y nunca se quedaba…
y esa corriente de beso perdido la desgastaba cada día un poquito más, haciéndola cada vez más chiquita.
entonces ella empezó a soñar: y si pudiese moverme? y si pudiese fluir a su lado, acompañarle en su camino para ser los dos uno?
cada día soñaba más a menudo, con los rayos cálidos del sol de mediodía extendía su letargo imaginando su viaje de novios. en las noches de luna blanca tejía sueños de amor eterno y en las mañanas frescas, justo antes de su llegada, la de él, se acicalaba, se vestía con sus galas de granito brillante y hasta imaginaga oir campanadas de boda en la iglesia del pueblo, allá más abajo.
y entonces él pasaba de nuevo, pasaba fugaz…y ella siempre se quedaba…
Raquel Galavís
hasta que un día sucedió. de tanto ser soñado el sueño reclamó su realidad y una de esas mañanas de cita imposible, ella cerro los ojos y se abrazó a él, dejándose llevar, dejándose arrastrar por su sueño o por el de él, quien sabe, que en este punto ya era el de ambos…
durante una época viajaron juntos en un camino hermoso de amor, ella antes roca, ahora canto rodado y él fluido constante, aunque con el paso de los años cada vez algo menos caudaloso. vieron mundo en su recorrido, vieron el paso de la historia y el progreso de la vida en todas sus múltiples facetas pero llego un día, en que ella empezó a sentirse cansada. cada vez era más pequeña y los embistes de su amado cada día la dejaban más exhausta. además empezó a sentir que algo nuevo la esperaba. apresó un anhelo superior, una llamada interna, de su naturaleza, de su esencia. empezó a soñar de nuevo, pero ahora ya no soñaba con seguir el camino de su amante, si no con buscar el suyo propio. su razón de ser, su alma verdadera.
así que una mañana, cuando él le propuso saltar juntos los rápidos y acercarse a la desembocadura para coquetar con el mar, ella dijo: si! vamos!
y al llegar los dos juntos en su beso de agua dulce, ella, ya chinita erosianada se soltó del abrazo de él y se dejó engullir por la corriente del inmenso salado. se sintio de nuevo ella, completa, madre y padre de si misma al mismo tiempo. se dejó mimar por el agua nueva de colores marinos y descendió lentamente, en una caida de metros y metros de recuerdos. su vida paso en fugaz imagen llenándola de memorias felices y vibró con sencillez su cometido en todo aquel recorrido.
por fin se despositó despacio en el lecho marino. respiró tranquila y se preparó para un nuevo comienzo, mientras su último grano de arena se fundía uniéndose para siempre con otros tantos hermanos de aquel fondo embarrado. entonces exhaló en paz y su último recuerdo, o quizás el primero de su nueva existencia, fue el de su abrazo con la cabeza apoyada en el pecho de él, ambos respirando el éxtasis del amor consumado, en aquel instante insignificante en la infinitud del tiempo.
mi mente mientras escribo: las mujeres, la maternidad, la tierra, la fertilidad, ecofeminismo etiquetando mis ideas, horticultura definiendo mis anhelos…
yo escribiendo: dicen que los 40 es un momento importante en toda mujer. se habla de las crisis de edades en décadas, en septenios… no sé. pero lo cierto es que me voy aproximando a ese número tan redondo y rotundo. recuerdo cuando con 29 giré mi vida 360 grados, la prepotencia de la treintena osada. en aquellos días calderón de la barca me catapultó a ello con un monólogo que empedraba el inicio de mi nuevo camino.
los de mi generación hemos sido adolescentes tardíos, que a los 18 todavía nos creíamos la película y hasta los 30 no despertamos del engaño. hoy los de 23 ya llevan mucho adelantado y son capaces de plantarse con una caravana en medio de la nada, emulando a un McCandless Thouriano, con el convencimiento de intentar ser autosuficientes y no depender del papá estado-civilizado, al menos por algún tiempo.
m m:….no pagar facturas, no depender del dinero, reciclar comida de contenedores, eco-casas geométricas que se autoabastecen energéticamente…
y e: lo que si sé es que cada vez me estoy volviendo más sencilla, o que busco sencillez, quiero coger poco el coche, ir a la ciudad solo excepcionalmente, comer sano, cuidarme, cuidar de mi hijo, plantar mis bancales de tomates, compartir con mujeres charlas ancestrales, abrazar a mis amigos, oler los pródromos de esta primavera autista, las relaciones humanas, el calor del corazón, el amor frente al trabajo. eso: amor, salud y trabajo, por este orden.
m m: ….comunidades, grupos de crianza, crianza natural, ecoaldeas, agricultura ecólogica, yurtas, terapias gestalts, sistémicas y trasnpersonales, pedagogías libres, libertarias y humanistas…
y e: quiero pensar en el otro, en los otros, en todos nosotros. el yo, el ego, el mío, a veces, pero más veces el tu, el él, el suyo, el nuestro. comerme mi huerto. lo de comerse el mundo para los veinteañeros. la proyección social, el aplauso prestado para otros, el viento y las cenizas para el compost del verano, y el sueño de la vida, de mi vida, el de volver cada vez más a lo más básico, a la tierra, de la que vengo y a la que volveré.
Raquel Galavís
m m: Es verdad pues reprimamos Esta fiera condicion Esta furia esta ambicion y por si alguna vez soñamos Y asi haremos pues estamos en un mundo tan singular que el vivir solo es soñar y la experiencia me enseña
Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso, que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte, ¡desdicha fuerte! ¿Que hay quien intente reinar, viendo que ha de despertar en el sueño de la muerte? Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son
Segismundo. La vida es sueño. P. Calderón de la Barca
Estoy cocinando lentejas. Empiezo a cortar puerros, calabacines. Los rehogo. Espero a que pierdan la vergüenza, expresión que hoy me parece algo cursi, incluso antigua. Expresión que leí o escuché en algún momento de mi vida a alguien, quién sabe dónde, para describir el momento exacto en el que la cebolla estaba lista en un sofrito para dejarse seducir por el resto de ingredientes. Expresión que siempre que frío gajos de la llorona me viene a la cabeza.
Las palabras y la cabeza.
Pelo zanahorias, corto el brécol y la coliflor. Los añado a la olla que se va tiñendo de colores vegetales. Aspiro el aroma. Estoy cocinando.
Esta mañana te has despedido más tierno de lo normal. Me has susurrado al oído. Te has ido dejando un fascículo entero de amor por entregas, para compartirlo más tarde. En el aire frío de la mañana flota una urgencia pospuesta…mi catarro nos tiene en toque de queda, en cuarentena forzada.
Añado unos ajos. Enteros, tienen que ser enteros. Me encantan los ajos enteros en las lentejas. Mi madre los pone así. Me gusta que me toque uno en el reparto comensal. Descubrir maravillada cómo el sabor del ajo es tan diferente en cada uno de sus estados: frito es más picante y agresivo; cocido, más dulce y suavizado, casi despojado de su carácter rebelde. Siempre me saben a poco los ajos enteros en las lentejas, así que hoy voy a poner muchos.
Estoy cocinando y entonces empiezo a hilar ideas. Las palabras empiezan a bailar en mi cabeza, como en una receta. Siempre que tengo ganas de escribir me pasa eso. Ellas empiezan su danza y trato de acostumbrarlas al ritmo de lo cotidiano.
Tranquilas, ya luego vamos, les digo.
Pero no paran, las palabras danzan frenéticas, se resisten a ser sometidas. Reclaman su chorro de protagonismo en mi atareada cabeza. Quieren mostrarse visibles, campear en una hoja en blanco, en un archivo de una plantilla del pages de mi Mac, seleccionado, para servir al capricho de estas tipografías. Así que para distraerme, o distraerlas, añado las lentejas. Las he puesto en remojo esta mañana. Ya sé que hay que hacerlo la noche antes, papá, pero ayer, con la febrícula de la tarde se me olvidó. ¿Será suficiente tiempo? ¿Quedarán duras? ¿Por qué hay que poner las lentejas en remojo? Supongo que para que se ablanden, ¿no? Claro. Luego vemos e internet, pero es por eso seguro. Si, ya sé que hoy todo el mundo usa lentejas de bote ya cocidas y garbanzos cocidos… Pero a mi me gustan más las crudas. Y ponerlas en remojo. Como hace mi padre. Ello me ayuda a recordar la casa de mi abuela y a mi tía separando piedras de las lentejas. Eso se hacía antes, cuando yo era muy pequeña y las lentejas en botes no se estilaban, o no existían, cualquiera recuerda… las lentejas de antes, las de los paquetes, traían piedras diminutas y grises, piedras de verdad, de las del campo, chinitas, vamos, y que si no retirabas antes de cocinarlas luego podían romperte una muela como poco.
Ya están, grises y redondas, las pardinas que son las mejores. Que si mamá, vale, las pardinas. Todas derramadas sobre el arco-iris vegetal, poniendo la nota gris al asunto. Cómo en la vida, el lado colorido y el grado oscuro de las cosas, todo mezclado en un burbujeo de una hora de reloj. Una gama cromática en la olla de un viernes cualquiera, en la mañana de un catarro de invierno. Pero las palabras siguen gritando, pujando por salir a la realidad de ahí fuera. Quieren llegar, quiero que lleguen, a tus ojos y que la leas y entonces cobren por fin sentido. Porque solas en mi cabeza se aburren y no encuentran su destino, ni la lógica de su existencia. ¿Palabras para ser calladas? ¡qué tontería! me dicen. Y entonces les respondo: vale, voy, ya está bien de tanta pereza. Pero lo haremos juntas, las lentejas y yo. Esta receta la vamos a cocinar en la mesa de la cocina. Así que cojo el portátil, celebrando la movilidad de la tecnología del siglo XXI, y me siento de espaldas a ellas, a las pardinas, a la olla y a las mondas lirondas de verduras sacrificadas por mi cuchillo de cocinero profesional. ¡Adelante! les digo, ¡acepto el desafío de plasmar tanta jarana verborréica!
¿Dónde aprendiste a cocinar? La pregunta me la has hecho hace poco, en nuestra cotidianeidad. Una pregunta simple, de dos que están empezando algo. De dos que aún tienen muchas cosas que contarse y descubrirse. Y por algún motivo ahora la pregunta está flotando entre todas la demás verbas energúmenas, que siguen pujando por su sitio en este documento. ¿Dónde? respondo yo, sorprendida por tu interés sincero, por tu pregunta sencilla, por tu pregunta descolgada de la casualidad de una conversación superflúa. Porque tú no haces preguntas de ascensor, para llenar los silencios al preparar la cena. No; tú me preguntas de verdad, con todos tus sentidos alerta esperando mi respuesta. Quieres conocerme más. Así que respondo de puntillas, como evadiendo la intimidad que reclamas: que no sé… que supongo que en la cocina, viendo a mi madre, y a mi padre, los dos grandes cocineros. A mi abuela, la de las empanadas de xoubas los domingos, empanadas que mi hermano y yo odíabamos, pero que ella se empeñaba en cocinarnos porque pensaba que era nuestra preferida. A mi otra abuela, la de Madrid, que hacía Huesitos de Santo, mis preferidos, cuyo nombre siempre me resultaba algo extraño desde mi educación atea… Y también en la facultad, en aquellos años de pollo a la cerveza y lentejas de comedor universitario. Las primeras incursiones en la independencia de una adolescencia todavía pegada como legaña a mi adultez reivindicada. Años de quemar ajos y de vomitar el pollo, porque la resaca de la noche salmantina es de las peores y los intentos culinarios mejor dejarlos para el lunes o el martes, cuando no nos duela tanto la cabeza, que añoche fue demasiado…
Luego en mi primera experiencia de verdadera independencia, ya viviendo sola en un apartamento maldito que haría cambiar el rumbo de mi vida para siempre, cuando todavía creía que mi camino sería otro y estaba con las oposiciones, y compraba en el Día para llegar a fin de mes. Ya sabes esa historia…
Más tarde con la llegada del primer trabajo, el primer sueldo, los años de la primera experiencia en pareja, el primer intento de cocinar en serio. De aquella, recuerdo los cocidos, los spaguettis, las croquetas… Luego de nuevo la cocina en soledad, para mi o para algunos amigos los fines de semana. Churrascos, fondues…¡qué feliz era sintiéndome cocinera graduada!
Enseguida llegaría el nuevo giro a la izquierda y cambio de rumbo de nuevo. Así soy yo, a veces se me cruza el camino y me desvío, o me encuentro, yo que sé…
…y el segundo experimento acompañada. En estos años, el pollo con zanahorias, las butifarras, las fabes, las fideuás, la cocina Mediterránea compitiendo con la Gallega. Finalmente se impuso la Gallega, claro. En estos años me aventuraba con la repostería, las tartas para algún amigo catalán que venía a vernos y a hacer fotos de mi casa, la rústica, la gallega. De estos días recuerdo que a quién me acompañaba le ponía nervioso que tardase tanto en hacer las lentejas. Y a mi me sorprendía su falta de respeto a tantos años de recetas y recetas de lentejas cocinadas despacio… Despacio están mas ricas decía yo de pasada, para evitar enfrentarme a las diferencias que ya de aquella marcaban nuestros opuestos estilos de vivir la vida. Unas lentejas cocinadas a toda prisa, que ya eran vaticinio de una ruptura inevitable; una ruptura que llegaría como una olla spress al quitarle el tapón… eso dijo precisamente un amigo al que le pedimos consejo en nuestro divorcio. Aquel día yo lloraba mares de angustia. En cambio, qué gracia me hace ahora…
…ahora. Aquí y ahora, en una gestalt gastronómica. Ahora la olla de esta mi cocina, la del aquí y el ahora, está empezando a resoplar. Pide atención, como un bebé hambriento con lloriqueo in cresccendo. Primero empieza despacito, apenas un siseo de culebra. Poco a poco insiste en su sonido y lo eleva en sus decibelios. Trato de ignorarlo, porque estas verbas hoy están revueltas y necesitan su espacio en esta receta. Así que “tipeo” (¿esta expresión existe en castellano? luego lo miro en la red..) enajenada: venga, dejadme solo un par de renglones más… tecleo sorda al reclamo de la olla. Pero no puedo evadir a las pardinas que chillan, ahora sí deseperadas. El pitorro gira ya con fuerza, es una noria sin control que amenaza con saltar por los aires y estallar la tapa de mi olla de los años 60; si la que heredé de mamá cuando me fui a vivir con mi primer novio, y a la que papá el verano pasado le cambió la manivela. Para eso mi padre es estupendo; hace por mi cosas que yo siempre voy posponiendo en el ajetreo del stress diario. Menudo lío si se estalla una olla, ¿no? Todo el mundo conoce a la vecina de alguien a cuya madre le estalló la olla en la cara y tuvo quemaduras de tercer grado. Caramba con las ollas, pienso yo en estos casos de leyendas urbanas…¡hay que tener cuidado con ellas, que las carga el diablo! Así que me rindo, libero al pitorro, pitoche o como quiera que se le llame (¿cómo le llamas tu?) y escucho el vapor desparramarse por las paredes de mi cocina, la de ahora, la de paredes blanco roto porque me gusta el estilo provenzal en la decoración. Menudo alivio debe ser esparcirse así después de tanta presión, pienso ahora. Escaparse por un agujerito, aunque sea pequeño, cuando has estado a punto de ser atrapado para siempre en un horno crematorio de pardinas asesinas. Ay, quién fuera humo, seguro que escribiría algún poeta…para poder colarme por las rendijas de tu cocina y espiarte en tus secretos culinarios…
Por fin las he abierto y allí estaban. Parecen más grandes, hinchadas. Ya no son grisaceas, ahora son parduzcas, y me están pididendo más agua. Estupendo, un rato más para concederles a nuestras palabras, las que te escribo ahora para que me conozcas un poco más. Los ajos flotan entre tanta verdura y lenteja como si fuesen salvavidas en un naufragio vegetariano. Los ajos espantan a los vampiros, ¿sabías? si, a los vampiros de esos que te chupan la sangre, que haberlos, hailos. Y me siento de nuevo en esta mesa de cocina, ahora pintada de blanco, pero que tiempo atrás fue mesa de estudio, cuando yo ni siquiera tenía ordenador de torre en esta casa familiar. Me gusta comer en la cocina, y tomar la merienda con amigos en la cocina. Siempre me han gustado las cocinas. Creo que estar en ellas, cocinando, charlando, compartiendo los secretos de un amor de verano con mi madre o las noticas del tiempo con mi padre son recuerdos que siempre me acompañan. El otro día le dije a ella, a la Buba, que últimamente ya no recuerdo tantas cosas de cuando era niña. Me contestó que era normal; que con el paso de los años volvería a recordar de nuevo. Cómo mis abuelas, que ahora solo se nutren de los recuerdos de su vida; es el suero que las mantiene con vida en estos años de sprint final. Pero los recuerdos de la cocina, de los guisos de mi padre, de las cenas de Navidad, la cocina del restaurante que mi madre tuvo en los 90, la cocina de la abuela Isabel, que nunca la moderniza ni la arregla… esos, siguen intactos. Creo que la cocina es lo más parecido a un útero en la tierra. Allí es dónde se preparan las recetas mas sabrosas, se tejen las confianzas y los descalabros familiares, se afianzan las relaciones, se comparten las tardes de lluvia y se preparan los purés de, ahora sí, mi primer hijo. Yo en las cocinas me siento segura y protegida. Esta cocina es blanca (me gusta el blanco roto, pero esto ya lo sabías) y aquí desayuno cada día con él, el mejor de mis comensales, aquel por él que más me esmero en mis platos y mis bizcochos. Miramos por las ventanas y vemos en el jardín el árbol que su padre y yo plantamos cuando era un pequeño proyecto de vida en mi vientre, al que le pusimos su nombre y que crece al ritmo de sus años de colegio. A veces desayunamos contigo también. Y a veces te esperamos para la cena. Y curiosamente, tu y yo, siempre comemos o cenamos o desayunamos en la cocina. Y nos parece lo más normal, porque supongo que a los dos nos gusta hacerlo así y a ninguno le extraña. A ti te gusta cocinar conmigo y me lo has dicho. Lo has dicho otro día, de pasada, mientras hacíamos la cena, pero no lo has dicho de broma. Lo has dicho con esa profundidad tuya y me has dejado de nuevo sin palabras. Sin palabras por no querer confesarte un antiguo recuerdo secreto: una ocasión, en la que creí estar muy enamorada y en la que lo que más me apetecía era cocinar con aquel destinatario de mis propósitos amatorios, que rechazaba sin ningún tipo de reparo cualquier propuesta mía al respecto… Han tenido que pasar varios años para encontrar a alguien a quien lo cotidiano no le dé miedo. A quién compartir una receta en la cocina le cause tanto placer como mi. A quien le guste tanto la cocina y cocinar y hablar en la mesa como a mi; porque no hay una buena comida sin una buena charla que la riegue de verbas compartidas; eso me lo enseñó también mi madre.
Y llega el momento. Voy a ver cómo van esas parduscas (¿ por cierto, por que se llaman lentejas?… “lentellas” ,”lentillas”, “lentils, todos vocablos parecidos en otros idiomas…)
Las palabras han brotado en esta confesión tardía y ahora mi cabeza ya se ha liberado de ellas. Aquí tienes, cariño, pues, mi mejor respuesta: supongo que aprendí a cocinar, cocinando. Para finalizar y como no bebo vino, (eso ya lo sabes y tú tampoco lo bebes) la quiero aderezar con una propuesta: ¿quieres cocinar conmigo? Esta noche espero tu respuesta como postre, cuando te comas estas lentillas y con tu sonrisa de gourmet satisfecho me digas: ¡¡estas lentejas están buenísimas!! Y lo dirás con la vehemencia con la que siempre dices las cosas: vehemente, si; pero de pasada, como quien no quiere la cosa…
P.D: La sabia internet da varias respuestas a lo del remojo de las pardinas. Supongo que la válida es la de que así se ablandan, se hidratan y necesitan menos tiempo de cocción. Así que podríamos concluir, para quedarnos tranquilos, que las lentejas necesitan algo de remojo para ablandarse. Quizás como ocurre con los corazones congelados; la forma de derretirlos es ponerlos en remojo hasta que el hielo se derrita y libere su latido paralizado… (pero eso tu ya lo sabías también, ¿verdad?)